Si hay una novela de aventuras realmente mágica, evocadora, resplandeciente e imperecedera esa es La isla del tesoro. Sin embargo, no es nada fácil explicitar su inmenso atractivo, su evidente grandeza.
El autor, Robert Louis Stevenson, es una de las grandes celebridades de la literatura universal y apenas necesita presentaciones. Su vida transcurrió en la segunda mitad del siglo XIX. Nació en Edimburgo, en 1850, y murió sin haber cumplido los cincuenta, en la isla de Samoa, muy cerquita de la capital, en 1894. Los nativos reconocieron su extraordinario talento narrativo llamándole Tusitala: contador de historias. Hoy las obras de Stevenson gozan de fama mundial y son leídas con renovado entusiasmo.
La isla del tesoro corona su obra y lo consagra como autor eximio.
La novela en sí se compone de seis partes y treinta y cuatro capítulos. En ella no hay nada superfluo. La historia combina con perfección admirable la expectación y la acción, la pasión por las aventuras y la excitación que las acompaña. Y presenta un teatro en el que los tipos humanos que le dan vida ofrecen un enfrentamiento entre la lealtad y la impostura, la civilización y la barbarie, el bien y el mal, la gracia y el pecado, la vida y la muerte.
Está narrada en primera persona, en su mayor parte por Jim Hawkins, un joven inglés, «sagaz como el viento», que vive una aventura memorable situada en un año incierto del siglo XVIII, cuando se embarca en la Hispaniola con otros marineros en busca de un hipotético tesoro escondido en una isla maldita.
La acción arranca con la llegada de un viejo y misterioso bucanero a la taberna del Almirante Benbow, regentada por los padres de Jim y ubicada cerca de Bristol, en el pueblo costero de Black Hill. Se trata de Billy Bones, un curtido pirata, turbio y desaliñado, que se aloja un tiempo en la posada, custodiando con extremado celo un misterioso cofre, mientras teme la aparición de un extraño forastero de una sola pierna. Pero quien llega en primer lugar es Pew, un siniestro ciego que trata de averiguar el hospedaje de Billy con la intención de robar el contenido del cofre. Naturalmente, la fatalidad se ceba con la familia de Jim, cayendo finalmente en manos del chico los papeles del viejo bucanero, que, para su sorpresa, revelan el emplazamiento de un ingente tesoro en una isla de la América española. Por supuesto, Jim comparte la noticia con el doctor Livesey y el caballero Trelawney, y enseguida se pone en marcha una expedición en busca de las soñadas riquezas y, sobre todo, de la gloria que reportan este tipo de hazañas.
En la segunda parte, llamada El cocinero de a bordo, se presenta la tripulación y surge el gran antagonista, John Silver el Largo, un temible pirata que al principio disimula su verdadera identidad y posee una pata de palo. Durante la travesía, se encarga de sobornar a parte de la tripulación que aún no está comprada. Pero un hecho venturoso permite a Jim enterarse de la conspiración, escondido en un barril de manzanas. Cuando el capitán Smollett, el doctor Levesey y el señor Trelawney oyen de labios del joven grumete la traición, saben que el enfrentamiento en tierra será inevitable. Antes de eso, y ya una vez en la isla, Jim conoce a Benjamín Gunn, un pobre pirata abandonado por sus compañeros tres años atrás, que ayudará a la facción honrada frente a los amotinados.
En la cuarta parte hay un breve cambio de narrador, pues es el doctor Livesey el que se encarga de continuar el relato y de contar por tanto cómo es abandonado el barco y cómo pierden parte de las provisiones. Cuando Jim vuelve a narrar las aventuras y los hombres leales se reencuentran, se produce el enfrentamiento entre las dos facciones. Los leales, que cuentan con menos hombres, se defienden de los cañonazos de la goleta en una casa elevada construida con sólidos troncos, que cuenta con aspilleras para mosquetes a cada lado y está protegida por una empalizada. La lucha es feroz y se producen bajas en ambos bandos. Entonces Silver propone una embajada y se entrevista con el capitán Smollett, que le baja los humos y lo enfurece a propósito. El ataque posterior es terrible, pero los buenos resisten, y en la quinta parte, Jim usa un bote fabricado por Ben Gunn para abordar en medio de la noche La Hispaniola, tomarla, arriar la bandera pirata Jolly Roger, y moverla de sitio.
A pesar de la diestra jugada, al volver a tierra Jim se topa con Silver, Capitán Flint (su loro verde), y el resto de bucaneros, que han tomado la casa y las restantes provisiones. Y aunque entre los amotinados se disputan el liderazgo, Silver se proclama capitán y negocia con Hawkins, de acuerdo al nuevo equilibrio de fuerzas, pero manteniéndolo como rehén. Sin el barco, el pirata sabe que no tiene opciones de sobrevivir, ni de disfrutar del pillaje. E intuyendo que Hawkins se ha llevado la goleta a otra parte, no le queda más remedio que, haciendo un trato para librarse del patíbulo, jurar y perjurar que será dócil al capitán Smollett si le permiten volver a la embarcación y regresar a la Inglaterra del rey Jorge.
En fin, no es menester contar toda la historia, ni explicar si tiene interés o no el hecho de que los supervivientes vuelven a casa con parte del preciado tesoro. Es mucho más importante en mi opinión señalar algunos de los ingredientes que hacen tan especial a esta gran historia.
En primer lugar, se distinguen con claridad los dos bandos, así como los valores y antivalores que definen a cada uno. En este sentido, La isla del tesoro es sin duda una novela moralizante, y el conjunto de principios a ensalzar, obviamente, es el de la cultura cristiana. Por eso los marineros honrados son ensalzados, y despreciados los bribones. Se exhibe por tanto una sana moral, alegrándose los buenos de la desventura de los malos. Por ejemplo, cuando el siniestro ciego que pretende hurtar el mapa de la isla del tesoro a Billy Bones en la taberna del Almirante Benbow es atropellado por unos caballos, el squire comenta que «en cuanto al hecho de haber atropellado a ese miserable bellaco, lo considero un acto meritorio, como el aplastar una cucaracha». La muerte del propio Billy Bones supone también un alivio, marchándose «adonde los malvados dejan de molestar». Por último, si bien Jonn Silver escapa finalmente con una buena cantidad de monedas y elude la horca a la que estaba destinado, Hawkins, nuestro narrador y protagonista, tiene la firme convicción de que «sus esperanzas de comodidad en el otro mundo son muy escasas».
La piedad de los personajes afables es también una virtud encomiástica. Se reza por el compañero caído, se exhorta a la confesión antes de regresar al Sumo Hacedor, se aprecia y porta la Biblia, se confía en la acción de la Providencia y se emplean constantemente expresiones piadosas. Ben Gunn trata de rezar especialmente cuando calcula que es domingo, buscando algún lugar solemne de la isla. Y la lucha que mantiene el joven grumete con el pirata Israel Hands, proporciona una de las frases más contundentes y evangélicas de toda la obra: «Usted puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu».
Además del ingrediente religioso, que aquí es omnipresente y reconfortante, es muy loable el patriotismo que desprende esta obra. La escena más representativa la encontramos cuando el grupo de leales está resistiendo los cañonazos en la casa de troncos enclavada en lo alto de un pequeño promontorio. Cuando deducen que la bandera arriada en la casa es el blanco a partir del cual los amotinados deben de estar apuntando a la casa, el squire plantea si no sería prudente quitarla. A lo que el capitán Smollett se niega, estando enseguida todos de acuerdo con él. «Pues no sólo era un sentimiento noble, valeroso y marinero; era además una acertada política, en la que demostrábamos a nuestros enemigos que despreciábamos su cañoneo».
Un tercer ingrediente a destacar es el misterio que destila toda la aventura. Stevenson se encarga de salpimentar el relato con frases y situaciones que acrecientan la expectación y la incertidumbre. Referiré, únicamente, dos botones de muestra. En primer lugar, cuando Hawkins y su madre huyen con el cofre del viejo bucanero, leemos: «No había un instante que perder. La niebla se estaba disipando rápidamente; la luna iluminaba de lleno las dos cuestas, y tan sólo en el fondo de la cañada y en los alrededores de la puerta de la posada había un velo tenue capaz de ocultar los primeros pasos de nuestra huida». Y, en segundo lugar, en el barril de manzanas vaciado en el que Hawkins se introduce, conociendo gracias a ello la conspiración de los amotinados, comenta: «Era la voz de Silver; y antes de oírle una docena de palabras, me di cuenta de que no debía asomarme por nada en el mundo, y me quedé allí, temblando y escuchando, muerto de miedo y de curiosidad; pues por aquella docena de palabras comprendí que las vidas de todos los hombres honrados que iban a bordo dependían sólo de mí». En fin, todas estas escenas y observaciones mantienen en tensión constante al lector, que, aunque haya leído la novela veinte veces, no deja por ello de seguir la veintiuna, con vivo interés, la acción del relato.
Por último, se puede hablar de final feliz, y en vano perderíamos el tiempo justificando la satisfacción que proporciona a los hombres de buena voluntad el hecho de que los planes de los malos sean frustrados. Pero sí merece mucho la pena destacar la lección que justo al final del relato se ofrece acerca de la pobreza.
A lo largo de los últimos dos siglos, algunos han acariciado la idea de acabar con la pobreza, lo cual es inviable, como demuestra el joven Hawkins con esta juiciosa sentencia: «Todos recibimos una parte abundante del tesoro, y la empleamos juiciosa o atolondradamente, según nuestras naturalezas».
A fin de cuentas, algo he dicho ya de la grandeza de este magistral relato de aventuras. Y aquí me detengo. De momento. Porque quizá algún día siga comentando este libro, La isla del tesoro. Lo que no voy a dejar de hacer nunca, al menos hasta que el Sumo Hacedor me llame al reino que ha preparado para aquellos que lo aman, es leerlo. Y leer cuantos libros me apetezcan. En mi querido hogar, o en cualquier isla desierta.

